Quizás muchas veces has oído o leído a personas que intentan convencerte de la importancia que tiene realizar bien tu trabajo, o lo importante que es sentir que eres el mejor en lo que haces, pero resulta increíble como esta realidad en reiteradas ocasiones puede pasar desapercibida.
Pero, cuando no se trata de una lectura cualquiera que te encontraste por ahí, al azar, sino que le escuchas a alguien su propia experiencia de aprender cuánto vale que lo que sea que hagas lo hagas bien, las cosas podrían cambiar. Y eso fue lo que pasó con los espectadores de una de las tantas magnificas conferencias de TEDxLima, a quienes les tocó escuchar el testimonio de Ricardo Morán, quien pasó gran parte de su vida esperando… esperando que, como productor de teatro, lo llamaran alguna vez para hacer una gran obra, sin darse cuenta, de que su mayor obra era su propia vida, y que aún no había acabado de escribirla.
Este productor de eventos y hoy en día hombre de negocios, contó en dicha conferencia sobre esos fragmentos de su vida que se parecen tanto a los que mucha gente experimenta; momentos en los que se toca fondo, pierdes el trabajo, debes muchos meses de renta y de servicios, y aún así, no sabes cómo salir adelante, sino que sigues sentado esperando. Él explica que en su vida hubo dos eventos por separado, que en algún punto de su vida decidió unir, y fue allí cuando aprendió una gran lección:
“Yo sí me daría cuenta”
El primero: las enseñanzas de su padre. Este, era dueño de un taller mecánico, y causaba sorpresa y expectación en todos, pero más aún en su hijo Ricardo, porque era tan meticuloso en su trabajo, que le preocupaba enormemente que los tornillos que los mecánicos sacaban de un determinado coche, fueran colocadas en otro por error. Tal era su preocupación, que hizo que todos los trabajadores del taller separaran los tornillos o tuercas y los identificaran para que esto jamás ocurriera. Atónito Ricardo ante este accionar de su padre, le dijo un día, “papá, ¡nadie se daría cuenta de que un coche tiene los tornillos de otro!” a lo que este le respondió: “yo sí me daría cuenta”.
Morán cuenta con nostalgia que su padre le animó en una ocasión a que decidiera hacerse cargo de su vida. Porque lo único que este hacía era excusarse ante las dificultades. “no puedo”, “yo no sirvo para eso”, “estoy esperando que me llamen”. Y su progenitor que seguramente no entendía tales excusas le insistía diciendo que no necesitaba de gerentes para que le dijeran qué debía hacer, que él mismo podría ser su propio gerente y organizar su vida. Pero el tiempo pasó, y la situación de su hijo no cambiaba.
Incluso, estando un día frente a unos chicos estudiantes de actuación , animándoles al respecto, les preguntaba ¿Qué es lo que quieren ser o hacer” y al ver sus respuestas se sintió reflejado en ellas y en esa partida de excusas que solía lanzarse a sí mismo de cada rato. Quiero actuar, quiero hacer esto o aquello, pero pasa esta cosa o esta otra y no puedo. Se vio regañándolos a viva voz, y diciéndoles, “¡Tienen que hacerse cargo de sus vidas!” hacer lo que quieran hacer y dar el paso; hasta que se dio cuenta de que él mismo no había cumplido estas mismas palabras de motivación que su padre le había dado en aquella oportunidad.
“¿Está bien hecho? Es lo que importa!”
El segundo momento crucial en la vida de Ricardo Morán, fue justo cuando, en lo que se suponía que era una clase de actuación dictada por un gran maestro, llamado Roberto Ángeles, se convirtió en un trabajo duro que implicaba esfuerzo manual sobre el teatro y el escenario. Subirse en lo alto, acomodar amarres, enderezar, apretar, sostener, mientras que el respetado profesor daba órdenes en la comodidad del asiento. Molesto, Ricardo ante esta situación, bajó de lo alto y le espetó que así no se trataba a un estudiante, y que era absurdo todo lo que estaba haciendo; a lo que éste le respondió: “está bien hecho, es lo importante”.
Morán, que se quedó en seco sobre el escenario, miró hacia arriba y hacia los lados y se dio cuenta de que realmente estaba muy bien hecho lo que se le había encomendado, y se sintió estúpido, y al mismo tiempo satisfecho.
En ese momento, recordó el afán de su padre de que cada tornillo se quedara en el coche correspondiente, porque eso estaba bien hecho y era lo importante, y entendió, que no solo se trataba de hacerse cargo de sí mismo, sino que eso implicaba hacer las cosas bien, aunque nadie se diera cuenta.
Esta historia tiene un final amargamente feliz. Amargo, porque Ricardo cuenta que su papá falleció precisamente en un accidente automovilístico, pero que éste le dejó un gran aprendizaje y hermosos recuerdos; y feliz, porque sí, la vida de este hombre finalmente cambió para bien, tomó las riendas de sus responsabilidades, y sobre todo aprendió el inmenso valor que tiene hacer cada trabajo que te corresponde, de la mejor manera, hagas lo que hagas, por más minino que sea, como poner las tuercas de un coche correctamente aunque solo tú te des cuenta.
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